Por: Ezequiel Molina
¿Nos vamos a dejar quitar las calles?; es una pregunta que en la fanatizada tierra en que nacimos es persistentemente pronunciada por los líderes políticos sandinistas que se consideran, junto con sus seudobeneficiados, los dueños de ellas. Y es que la batalla ciudadana contra la dictadura del último Somoza se jugó heroicamente en ese escenario con enormes barricadas de adoquines que fueron levantadas por miles de manos, que contundentemente ultimaron la consigna somocista de “no te vas, te quedás”.
La década de los 80 confirmó el control de las calles bajo las banderas del sandinismo; por un lado, las multitudinarias marchas antiimperialistas alentadas por la Guerra Fría, y por otro, la guerra civil y la enorme movilización militar, provocada por la Guerra de Baja Intensidad que dejó miles de muertes. La mutación sandinista surgida a inicios de los años 90, bajo el ardid de “resguardar los bienes del pueblo” y conocida con el eufemismo de “la piñata”, devino en un segmento socioeconómico de nuevos ricos que bipolar y hábilmente oscilaron entre voraces empresarios en el escenario neoliberal impuesto por el Fondo Monetario Internacional, y avezados manipuladores políticos de un movimiento de masas que dócilmente se lanzaba a las calles a fin de demostrar el control de las mismas.
La consigna altisonante y casi violenta de que las calles “son nuestras” está a la baja. Hoy esa trillada y virulenta respuesta ésta de capa caída; el persistente fanatismo ideologizado, se ha desgastado y sólo la necesidad patológica de violentar la vida de los demás o la extrema urgencia de sobrevivir de un empleo, han logrado mantener unas cada vez menos efectivas hordas que no logran convencer a nadie y que provocan un ambiente cargado de repudio ciudadano.
Las calles ya no son patrimonio obligado del sandinismo
El control de las calles les fue arrebatado a los sandinistas por su propio engendro: los centenares de miles de ciudadanos que componen el extendido y pauperizado ejército callejero, organizado en las más diversas ocupaciones, alimentado por la desigualdad y la exclusión social generada por la economía informal. Ese, hasta hoy irreparable fallo estructural, aleja toda posibilidad de que el liderazgo político sandinista recupere el control de su más emblemático botín: las calles.
Esto quedó demostrado el pasado 14 de marzo, cuando el ejercicio sandinista de hacer un carnaval para celebrar la pandemia mundial del coronavirus, algo nunca visto en la historia de la humanidad, demostró fehacientemente la pérdida del control de las calles ya que fue visible el masivo cierre de puertas ante, según el conteo oficial, de más de 450 mil visitas casa a casa “con solidaridad y respeto” de parte de grupos progubernamentales acompañados de un miembro de la represiva y partidizada policía sandinista, con la misión de “orientar” a la población para enfrentar la diseminación del terrorífico virus que tiene en vilo a la población mundial.
Grabaciones subrepticias de los mensajes divulgados por dichos grupos se centran en asegurar que el supremo, invencible y sabio comandante tiene todo “bajo control” y ese todo incluye, evidentemente, el dominio de la pandemia que ha asolado poblaciones y economías en todo el mundo.
El secretismo extremo con que se maneja la información de carácter público, derivada de una perniciosa y estructurada política de toma de decisiones por parte del matrimonio presidencial, en donde la lógica parece estar asentada en un anquilosado mesianismo reforzado por una rastrera actitud de sus acólitos, genera toda clase de especulaciones al extremo que las opciones escogidas para informarse cubren una amplia gama de medios de información y comunicación, en donde las menos creíbles son las fuentes oficiales y oficiosas del régimen.
El reconocimiento oficial de las dos primeras personas contagiadas por el coronavirus y la subsiguiente diseminación de información confusa acerca de personas sospechosas de ser portadores del virus que han logrado escapar de hospitales al amparo de la oscuridad, de listas de fallecidos en distintos municipios del país por pulmonía; imágenes de documentos oficiales mostrando el término “Infectado, COVID-19” y también grabaciones denunciando atropellos contra el personal médico, ocultamiento de información de personas contagiadas y un largo etcétera, han demostrado que el control oficial de la información ya es cosa del pasado.
Pero el summum fue alcanzado al recrear un novelesco relato en el que el supremo comandante permanece encerrado en una cámara de oxígeno en sus últimos estertores y que fue contaminado por una de las personas declarada oficialmente afectada por el coronavirus, al embellecerle el cabello y el bigote que lució orondamente durante las nupcias de uno de sus nietos.
Hasta hoy, no hemos visto al comandante.