Andrés Pérez Baltodano
Nunca, ni antes ni después del 19 de julio de 1979, fui miembro del Frente Sandinista de Liberación Nacional (FSLN). Sin embargo, desde antes de esa histórica fecha, junto con cientos de miles (¿millones?) de nicaragüenses, vi en el FSLN una organización política que, con un poco de inteligencia y madurez, podría ser capaz de sacar a mi país del atraso, la corrupción y la indignidad en que vivíamos. Por eso formé parte de la masa humana que feliz y sudorosa recibió la entrada de los guerrilleros el día del triunfo de la revolución.
No me gustaba el Marxismo panfletario que dominaba el discurso del FSLN, ni el gusto por los uniformes militares de sus líderes. Me deprimía el servilismo que el verticalismo promovido por el Frente hacía florecer por todas partes. De todas formas, en los primeros tiempos de la revolución era posible creer que “el amanecer había dejado de ser una tentación” y que el FSLN iluminaría el camino hacia el futuro.
¿Cómo no iba a ser esperanzadora una organización política que hablaba de justicia social en un país socialmente inmoral como Nicaragua? ¿Cómo no iba a ser bien recibido el discurso de una organización que decía defender la soberanía nacional en un país plagado de traidores y vende patrias que, hasta el día de hoy, se derriten emocionadas frente a los funcionarios de tercera del Departamento de Estado de los Estados Unidos, de quienes reciben sus sueldos y viáticos, y con quienes negocian el futuro del país? ¿Cómo no tomar en serio el posible futuro de la revolución señalado por el entonces Presidente de México, José López Portillo, cuando durante el discurso que pronunció en la Plaza de la Revolución durante su visita a Nicaragua, el 24 de Enero de 1980, señaló que la Revolución Sandinista podía aprender de los errores de otras revoluciones y trazar un nuevo y mejor camino para América Latina: un camino diferente al que había seguido la Revolución Mexicana que, para promover la libertad, había sacrificado la justicia social; un camino diferente al de la Revolución Cubana que, para promover la justicia social, había sacrificado la libertad. Nicaragua, concluyó el mandatario, representaba la posibilidad de conciliar la justicia y la libertad para, de esa forma, crear un futuro digno para todas.
Todos sabemos lo que pasó. Parafraseando a Goya podemos hoy decir que el sueño de la revolución produjo monstruos: el monstruo de la vanidad que Tomás Borge personificó mejor que nadie y que yo pude observar de cerca al comienzo de la revolución; el monstruo de la ambición encarnado en la figura de un Humberto Ortega de quien debemos estar seguro que re-aparecerá en algún momento hablando disparates, para que no nos olvidemos de él; el monstruo de la iniquidad materializado en la pareja presidencial,
el monstruo de la corrupción que desde el primer año de la revolución vivió medio solapado en las filas del FSLN para revelarse luego durante La Piñata.
La Piñata fue una estocada al corazón del FSLN y del pueblo que llevó al poder a “los muchachos.” Los artífices de este latrocinio —comandantes y comandantas, generales ahora en cómodo retiro, y miembros de la burocracia del partido-Estado— se adueñaron de haciendas que pudieron haber sido repartidas a nuestros campesinos; casas de verano y mansiones que pudieron haber sido convertidas en sanatorios, guarderías y escuelas. Hubo hasta quienes se adueñaron de escuelas para dedicarse hoy al negocio de “la democracia.”
Después de La Piñata, el cuerpo político del partido sandinista quedó moribundo. Pero, al menos para mí, todavía respiraba. Habían surgido voces que prometían “renovar” o “rescatar” lo que todavía se podía salvar de esa organización, y yo volví a entusiasmarme con la posibilidad de presenciar el renacimiento de lo que veía como una institución necesaria: un partido político de izquierda para contrarrestar el cuasi-natural derechismo de los partidos somocistas y de oposición en el país.
Mi ingenuo (¿tonto?) entusiasmo era más el reflejo de un deseo que me empujó a minimizar, y hasta a “olvidar”, las brutales e insalvables contradicciones que significaba que esos proyectos de “rescate” o “renovación” del sandinismo, fueran conducidos por líderes y lideresas que, con honrosas excepciones, habían estado directa o indirectamente envueltos en el tipo de crímenes, robos y abusos que ahora convenientemente denunciaban; líderes y lideresas que han sido incapaces de asumir la responsabilidad de los crímenes, robos y abusos en los que participaron para ayudar a despejar la nube de silencio y complicidad que, hasta la fecha de hoy, cubre la dolorosísima década de los 80s.
Guiado por la ilusión (¿el espejismo?) de un sandinismo mejorado por el peso de sus propios errores, y frente al re-surgimiento de la voracidad e insensibilidad de las elites tradicionales nicaragüenses que recuperaron el poder en las elecciones de 1990, me acerqué a los “renovadores” y “rescatadores” hasta que me convencí —y así lo escribí hace unos años— que los dirigentes de esos dos movimientos, con honrosas excepciones, se habían convertido en verdaderos medallistas de oro del travestismo político nicaragüense.
En el sandinismo “disidente” conocí a verdaderos parásitos que, durante los 80s, se habían introducido dentro del cuerpo político del Frente para gozar de las mieles del poder y conseguir embajadas, puestos públicos y curules. Después de la derrota electoral del Frente en 1990, cuando no había mucho que chupar de esa organización, esos mismos bichos buscaron sangre fresca y la encontraron en las organizaciones del sandinismo “disidente” que ahora luchaba contra el FSLN de Daniel Ortega. Otros, y otras, hacían uso de la “marca” del Sandinismo, y hasta del sombrero del General de Hombres Libres, para mantener jugosos contactos con la cooperación internacional y organizaciones de la izquierda internacional, anímicamente necesitadas de creer que, en Nicaragua, el sandinismo no había desaparecido.
El espíritu del FSLN no renació como ingenuamente (¿estúpidamente?) yo esperaba. Todo lo contrario. En la fase más avanzada de su decadencia recibió el golpe de gracia de parte de la familia que hoy lo controla. Ell@s enterraron los principios que inspiraron la creación de esta organización y sacaron las armas para mantenerse en el poder. Ell@s dejaron de cantar el himno que antes nos hizo soñar un sueño colectivo a millones de nicaragüenses porque seguramente temen que su letra visibilice la brecha que separa al “FSLN” color chicha, del FSLN rojinegro que antes habló por la boca de un Carlos Fonseca que dijo: “Enséñenles a leer.” Ell@os enterraron el discurso de justicia y dignidad nacional y lo sustituyeron por uno incoherente, seudo-religioso y falaz. Desde el Carmen, ell@s borraron la imagen de Sandino y nos invitaron a admirar las de Hugo Chávez y Wang Jin.
Pero no solamente fueron “ellos” —los sandinistas a los que he aludido— los responsables del “institucidio” que destruyó el potencial político del FSLN para convertirlo en el cadáver maloliente que es ahora. También “nosotros”, “nosotras”, los que no formábamos parte del FSLN, contribuimos a la destrucción de la esperanza que esa organización representó para muchos y, sobre todo, para las más débiles y oprimidas de nuestro país. Muchos, muchas, contribuimos a la ruina del FSLN con nuestro silencio, con nuestra inacción, con nuestra incapacidad para articular una crítica seria frente a los abusos de la dirigencia sandinista; una crítica que tuviera la posibilidad de elevar la conciencia de los miles de sandinistas que, durante los primeros años de la revolución, creían en la posibilidad de crear una patria mejor y trabajaban tenazmente para conseguirlo. Muchos callamos por comodidad, o porque nos habíamos tragado la idiota idea de que los errores de la revolución equivalían a la sangre que acompaña el nacimiento de una nueva vida. Otras, como yo, decidimos abandonar el país y cancelar la esperanza de una Nicaragua mejor.
¿Puede resucitar el FSLN? No lo sé. Tal vez mi amigo José Luis Rocha tenga razón y ni siquiera valga la pena hacernos esta pregunta (Leé su artículo aquí). El Lázaro de la historia bíblica no estaba tan descompuesto como el sandinismo del Estado Mara que, como la rodilla que terminó con la vida del afroamericano George Floyd, no nos deja respirar.
Pero sí sigue vigente la pregunta: ¿Puede surgir en nuestro país un partido decente, moderno y modernizante que, aprendiendo de la dolorosa y costosísima historia del FSLN, recoja los valores que hace cuatro décadas movieron a miles de jóvenes a alfabetizar a los más débiles de nuestro país? ¿Podemos aprender del pasado y volver a soñar el sueño de una patria en donde nadie más rece el Padre Nuestro, como muchos lo rezamos hoy, dándole la espalda a los que no tienen pan?

¿Puede nacer en la Nicaragua de hoy una fuerza política moderna y modernizante que contrarreste las peores tendencias de los que ostentan el poder económico en nuestro país? ¿Podría esta organización trascender la brutal mediocridad de la llamada “clase política” nicaragüense, hoy plagada de “tecnócratas sin espíritu y hedonistas sin corazón”, incapaces de articular una sola frase de esperanza que nos mueva a todos, a todas, a luchar por un futuro mejor? ¿Podría esta fuerza política ayudarnos a superar el clima cuasi-medieval en el que nos mantienen Iglesias que, en pleno siglo XXI, promueven la superstición diciéndonos que “el maligno anda suelto” y que para luchar contra el pentagrama de la vicepresidenta hay que orar para que del cielo desciendan las fuerzas del bien? ¿Podemos aspirar a volver a cantar la Nicaragua, Nicaragüita, de Carlos Mejía Godoy, esta vez sin mentiras ni dobleces, con los pies puestos en la tierra y con el corazón abierto al prójimo en donde se encarna la idea de Dios?
¿Puede la juventud de hoy liderar la construcción de esa fuerza? ¿Pueden los y las jóvenes nicaragüenses quitarse las anteojeras que los empujan a subordinarse al poder de la familia que controla el FSLN, o al poder económico que mueve los hilos de la llamada “oposición”, y juntos empujar al país a salir del sumidero que les heredamos? ¿Podrá la juventud de Nicaragua descubrir que los derechos políticos que defienden los y las jóvenes no-sandinistas, y los derechos sociales que en el pasado defendió el FSLN y que todavía inspiran a muchos de los y las jóvenes de esa organización, no son mutuamente excluyentes sino necesariamente complementarios?
¿Podrá la juventud sandinista escuchar la voz de Ernesto Cardenal y dejar de seguir “las consignas del Partido”? ¿Podrá la juventud no sandinista levantarse de “la mesa de los gánsteres” del Departamento de Estado con los que hoy se reúnen, y juntar sus energías con la juventud sandinista y construir puentes que los unan? ¿Podrá la juventud de mi país convertirse en “un árbol sembrado frente a una fuente”?