En una mañana de primavera con una temperatura a menos diez grados bajo cero, con entorno radiante conduje hasta Woodside. Con una bolsita de alpiste, voy en busca del consejo de “los emplumados”.
Esta franja que recorro es una zona descuidada de 137 hectáreas de humedal, llanura arenosa y bosque inundable. Es uno de mis lugares favoritos para observar aves en Vermont, enclavada entre una transitada autopista y el río Winooski. Cerca de un complejo médico y un enorme Lowes, la mayoría de los conductores que pasan a 80 km/h ni siquiera notan el hábitat. Pero las aves migratorias de larga distancia que siguen las carreteras fluviales hacia el norte, algunas volando miles de kilómetros desde Sudamérica y el Caribe, infaliblemente sí lo notan.
Esta húmeda franja verde de refugio en medio del hormigón es una gasolinera ideal para aves. El río y sus orillas ofrecen abundante proteína de insectos que los maratonistas necesitan con urgencia tras perder hasta el 20 % de su masa muscular camino a sus zonas de anidación en las montañas de Vermont o los bosques boreales de Canadá. Por eso, los observadores de aves diligentes han descubierto aquí 189 especies de aves, incluyendo cientos de cuervos que juegan y buscan alimento en una gigantesca pila de compost, una guardería para córvidos (familia de aves paseriformes que incluyen cuervos, urracas y otras especies similares).
Empecé a observar aves hace años, tras una grave crisis de la mediana edad. Ahora, todo nuestro país, Estados Unidos, está en una grave crisis de la mediana edad, justo un año antes de celebrar nuestro 250.º aniversario como democracia. No sé qué consejo me darían mis amigos emplumados sobre cómo enfrentar a un aspirante a dictador-rey de cresta naranja o a su funcionario, J.D. Vance, a quien echamos de nuestro pequeño estado en marzo. Lo que sí sé es que nunca me han decepcionado.
En mi vida anterior a las aves, fui periodista de investigación de derechos humanos en Centroamérica, cubriendo democracias débiles y tambaleantes que emergían de dictaduras respaldadas por Estados Unidos. Viví en Guatemala durante seis años e informé sobre una de las peores masacres registradas en la historia de Norteamérica, durante la cual el ejército guatemalteco, entrenado y financiado por Estados Unidos, exterminó a una aldea de más de 300 personas. Sé cómo las dictaduras se instalan en el cuerpo y cómo el miedo cambia el comportamiento diario. Cómo la gente baja la voz y mira a su alrededor antes de mencionar ciertos nombres. Cómo cada camioneta con vidrios polarizados y sin matrícula que pasa lentamente te acelera el corazón.
Desde que Trump fue elegido, mi cerebro de reportera me dice que el actual presidente con sus «órdenes ejecutivas» —la mayoría ilegales—lo hace como que está tirando espaguetis contra la pared para ver cual pega. Aún conservo la esperanza de que nuestros tribunales se mantendrán firmes y no darán paso a la alteración del histórico estado de derecho que ha prevalecido en mi país, por lo menos para algunos.
Aquí no es Guatemala, donde los jueces recibían amenazas de muerte a diario, en la era de los militares (años 80 e inicios de los 90) y se tenían que ir del país, otros aceptaban sobornos. Tenebrosas camionetas de escuadrones de la muerte patrullaban las calles de la ciudad. Ahora, en mi país, con cada titular horroroso, mi cerebro guatemalteco se activa y me despierta aterrorizada. Es hora de alimentar a los pájaros y a mi alma.
Hay mucha nieve en Woodside y me gusta el silencio del frío. Soy la única persona aquí. Durante la pandemia, algún San Francisco anónimo pasó decenas de horas en el frío glacial, con las palmas de las manos enguantadas llenas de semillas de girasol y cártamo, para atraer a los pájaros a comer de sus manos. Así que ahora suele haber una bandada hambrienta esperando en la entrada. Me lleno la mano derecha enguantada con semillas y me quedo quieta como una estatua.
Cinco minutos después, aterriza el primer pájaro, un carbonero más regordete, más grande y más engreído que sus amigos que lo observan desde los arbustos circundantes. Ladea la cabeza, me mira fijamente durante un par de segundos de infarto, y luego agarra la primera semilla de girasol. Se sube rápidamente a un árbol pequeño para golpear el tronco con la semilla hasta que la abre.
Después de otros cinco minutos, unos cuantos carboneros que habían estado observando atentamente al Primer Carbonero empiezan a revolotear alrededor de mi cabeza como mosquitos gigantes. No se posan. Otros observan desde las ramas cercanas mientras el Primer Carbonero se mueve entre la palma de mi mano y su tronco, donde machaca semillas hasta que finalmente otro carbonero vuela directo hacia mí, casi rozándome la palma. Se lanza en picado para aterrizar, pero en el aire cambia de opinión y corre de vuelta a su árbol, mientras su público emplumado emite risitas.
Cualquier primer manifestante es como el primer carbonero, ese descarado y atrevido que hace el primer aterrizaje mientras todos los demás pájaros observan muy de cerca y sopesan los riesgos de sumarse.
Cuando un segundo carbonero aterriza, no agarra una semilla. En cambio, pasa varios segundos sacándolas metódicamente de mi palma con su pequeño pico, vertiéndolas en la nieve. Varios carboneros observan desde los arbustos y se lanzan a mis botas para darse un festín. ¿Acaso el carbonero intenta ayudar a sus amigos que tienen demasiado miedo de aterrizar en mi palma, lo que los biólogos llaman «altruismo»? ¿O simplemente come desordenadamente?
Un carbonero distraído es un carbonero muerto. Su sistema de defensa colectiva se basa en observar y escuchar con precisión. Los demás carboneros tardan otros 20 minutos en observar atentamente y decidir que se sienten «a salvo». Tres aterrizan en mi palma a la vez. Una abre un poco el pico y lanza una maldición silenciosa, haciendo que los otros dos salgan pitando. Un cuarto se posa en mi manga, esperando. Hay carboneros que únicamente quieren cacahuetes; carboneros que sólo arrancan pipas de girasol y carboneros que prefieren las de cártamo sin cáscara. Un carbonero solitario elige una pipa de calabaza de una sola cáscara, es un ave aventurera culinaria. Mientras, mi cerebro de ornitóloga cataloga las variaciones de comportamiento; mi alma se deleita por la confiada garra del ave hacia mis diminutas manos protegidas por mis guantes Smartwool.
Desafortunadamente, con -10 grados y viento del norte, mis pies se están convirtiendo rápidamente en bloques de hielo. Ya no puedo mantenerme en pie como San Francisco de la Tundra Helada. Los 40 minutos que he aguantado no son suficientes para que las demás especies de aves se animen a desafiar los peligros de mi mano. Pero el semicírculo de ramas arriba está repleto de ellas: herrerillos, trepadores azules y pájaros carpinteros vellosos observan el espectáculo de alimentación desde sus asientos en el balcón, como si yo estuviera en un escenario abajo.
Cuando los carboneros detectan una amenaza, sus cantos de alarma activan un sistema de retransmisión rápida que alerta a más de 50 especies de aves cercanas de cualquier amenaza inminente antes de que pueda alcanzarlas. Estas aves ya deben saber que estoy a salvo. Pero no se acercan. Simplemente observan cómo el circo de carboneros se vuelve más ruidoso y escandaloso, con un carbonero zumbando junto a mi oreja derecha como una abeja gigante, mientras otros aletean alrededor de mi cara, tan cerca que podrían aterrizar en mi nariz.
Cierro los ojos y disfruto de una última ráfaga de aire gélido en la mejilla mientras pasan velozmente, me miran fijamente, cogen una semilla y vuelven a toda velocidad a su refugio.
Pero estoy decepcionada. No he tenido ningún momento de revelación sobre la sabiduría aviar, ninguna idea de cómo ahuyentar a un depredador-dictador con cresta naranja. Y ninguna de las otras especies de aves ha llegado a mis manos extendidas. Entonces recuerdo cada vez que he alimentado a las aves con la mano durante la última década: el primer pájaro en correr ese riesgo siempre ha sido un carbonero. Son intrépidos. Su curiosidad supera su miedo a un depredador. Son los primeros pájaros en preguntar: ¿Qué demonios está pasando?
Al salir de Woodside, me doy cuenta de algo: nosotros somos los carboneros. Los habitantes de Vermont que me acompañaron en el frío durante horas para ahuyentar a Vance. Los ciudadanos intrépidos que acaban de fundar 50501 e Indivisible, organizaciones nacionales con grupitos en cada ciudad que salieron de la nada de repente, igual que el Tesla Takedown. Y pronto se nos unirán muchos más, como la gente de Los Ángeles, San Diego, Minneapolis, Chicago y Nueva York que intenta impedir que ICE se lleve a miembros de nuestra bandada.
Da miedo protestar por primera vez. Solemos oír hablar de protestas que sufren represión violenta o que se vuelven destructivas; rara vez escuchamos de los actos cotidianos de valentía, algunos tan sencillos como una sola persona parada en una esquina con un cartel. Pero cada primer manifestante es como el Primer Carbonero, ese pájaro atrevido y descarado que aterriza por primera vez mientras las demás aves observan atentamente y evalúan los riesgos de unirse. Y la semilla que el Primer Carbonero agarra es la de la solidaridad, la camaradería, la esperanza y la alegría.
Trish O’Kane

Trish O’Kane es autora de Birding to Change the World: A Memoir (HarperCollins, 2025). Imparte clases en la Universidad de Vermont.